La lectura

El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho.

Miguel de Cervantes

La Semana Santa y la poesía

Todos tenemos en nuestra memoria, especialmente los que peinamos canas hace años, algunos poemas religiosos sobre  la Pascua cristiana. De entre todos ellos, guardo especial recuerdo de aquellos que no se quedan en la Pasión y Muerte de Cristo sino que nos muestran a un Jesús vencedor de la muerte y que se ofrece como camino de salvación para todos aquellos que quieran seguirlo.

En primer lugar, cabe destacar el siguiente fragmento de El Cristo de Velázquez, de Miguel de Unamuno:


[...]¡Tráenos el reino de tu Padre, Cristo,
que es el reino de Dios reino del Hombre!
Danos vida, Jesús, que es llamarada
que calienta y alumbra y que al pábulo
en vasija encerrado se sujeta;
vida que es llama, que en el tiempo vive
y en ondas, como el río, se sucede.

Avanzamos, Señor, menesterosos,
las almas en guiñapos harapientos,
cual bálago en las eras -remolino
cuando sopla sobre él la ventolera-,
apiñados por tromba tempestuosa
de arrecidas negruras; ¡haz que brille
tu blancura, jalbegue de la bóveda
de la infinita casa de tu Padre
-hogar de eternidad-, sobre el sendero
de nuestra marcha y esperanza sólida
sobre nosotros mientras haya Dios!
De pie y con los brazos bien abiertos
y extendida la diestra a no secarse,
haznos cruzar la vida pedregosa
-repecho de Calvario- sostenidos
del deber por los clavos, y muramos
de pie, cual Tú, y abiertos bien de brazos,
y como Tú, subamos a la gloria
de pie, para que Dios de pie nos hable
y con los brazos extendidos. ¡Dame,
Señor, que cuando al fin vaya perdido
a salir de esta noche tenebrosa
en que soñando el corazón se acorcha,
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!



O este fragmento del Poema heroico a Cristo resucitado, de Quevedo:




[...]»Seguidme, y poblaréis dichosas sillas,                      
que la soberbia me dejó desiertas;                
dejad estas prisiones amarillas,                     
eterna habitación de sombras muertas:                     
sed parte de mis altas maravillas,                 
y del cielo estrenad gloriosas puertas».                    
Dijo, y siguió su voz el coro atento,             
con aplauso de gozo y de contento.             

   Luego que el ciego y mudo caos dejaron,             
y alto camino de la luz siguieron,                 
desesperados llantos resonaron,                   
de las escuadras negras que lo vieron:                      
las puertas de su reino aún no miraron,                    
que medrosos de Dios no se atrevieron;                   
pues viéndole partir, aun mal seguros,                     
huyeron de los límites oscuros.                     

   Subiéronse a los duros y altos cerros,                    
y viendo caminar la escuadra santa,             
la invidia les dobló cárcel y hierros,             
no pudiendo sufrir grandeza tanta:              
reforzoles la pena y los destierros,                
ver su frente pisar con mortal planta;           
los ojos le cubrió muerte enemiga,                
y el aire se vistió de noche antigua.              

   Llegó Cristo glorioso en sus banderas,                  
en tanto que padece el Rey violento,           
del siempre verde sitio a las riberas,             
que abrió con su pasión y su tormento:                    
riéronse a sus pies las primaveras,                 
y en hervores de luz encendió el viento;                  
abriéronse las puertas cristalinas,                  
y corrió el paraíso las cortinas.[...]


Aunque es Lope de Vega quien siempre me ha conmovido con su soneto, poema con el que todos los cristianos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos dirigido a quien todo entregó por nosotros.


¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!



¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!



¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!